Saigon o Ho Chi Minh, sólo depende de cuestiones politicas el denominarlo de un modo un otro. La ciudad con miles de motocicletas en sus calles, con caos, ruido, contaminación. Pero también con una Guerra que sigue marcando a sus gentes, sus calles, su historia, su tradicion. Su museo de la Guerra nos habla de las barbaridades que los americanos cometieron en su país. Aquí nos damos cuenta de que realmente sólo conocemos la Guerra de Vietnam desde un punto de vista occidental, desde el cine, en el cual los bravos y valientes soldades americanos volvían a sus casas como héroes. Lo que el cine nunca nos cuenta es que dejaron 3 millones de soldados muertos, pero 4 millones de civiles en los años de la ocupación. Tampoco nos habla de los efectos de los ácidos que en esta región se derramaron, y que todavía causa malformaciones a miles de niños cada ano al nacer. A 70 kilómetros de la ciudad, podemos ver que los vietnamitas tampoco se quedaban atrás en cuanto a recursos y la forma de atacar al enemigo. Las galerías subterráneas constituían una ciudad, por la que siempre se podia huir hasta Camboya, y tan pequeñas, tan agobiantes, que ni siquiera mi maceta consigue terminar el recorrido, como muchos otros compañeros de la visita. Sus trampas sorprenden por lo económicas y efectivas pese a la escasez de medios de los que disponían. Sólo decir que los vietnamitas luchaban por la mañana y por la noche recogían la cosecha.
En la mañana visitamos también un templo caoista. Esta religión, fundada por un funcionario en los años 20, se caracteriza porque intenta unir el catolicismo, budismo y taoismo en una sola. Aunque tiene una cantidad importante de seguidores y adeptos, su apoyo a los americanos durante la Guerra consiguió que no sea aceptada por muchos ciudadanos en la actualidad. Sin embargo, su iglesia, sus rezos y sus ceremonias son una de las mejores experiencias durante el dia. Finalmente, la llegada al hotel se caracteriza por algo que quizas sea normal aquí, no se, ninguna recepcionista en ningún hotel nos había recibido durante el viaje con los pies encima del mostrador y cortándose las unas.
Costumbres locales, digo yo…
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